En defensa de la educación pública

La crisis económica nos sitúa en el centro de grandes contradicciones. Tenemos la necesidad de defender lo público de la institución que debería ser su protectora, el Estado. Éste ha hecho adelgazar drásticamente sectores como la educación, la sanidad, los servicios sociales, etc… El tratamiento único e indiscutible que los gobiernos europeos han recetado contra la crisis ha sido la dieta estricta o incluso el hambre. La ineficacia de este método está siendo notoria. El ahorro es ahogo económico para la mayoría de la población y supone, a la vez, una reducción constante de derechos. Esto supone invertir una máxima de sentido común: la ética debería guiar a la política para regular las actividades económicas y garantizar su honestidad. Sin embargo, es la economía la que rige la política para devastar o acorralar a la ética. Las decisiones que afectan a toda la sociedad se toman desde el ámbito económico, poniéndose en duda el concepto de bien común. Los derechos, ahora menospreciados, son conquistas éticas que posibilitan la construcción o el establecimiento de una democracia fuerte. Ésta se tambalea si los derechos comienzan a extinguirse.

Los derechos, ahora menospreciados, son conquistas éticas que posibilitan la construcción o el establecimiento de una democracia fuerte.

En este contexto se hace imprescindible la protección de la educación pública. Es un pecio al que agarrarse en el naufragio, una de las soluciones de la crisis. La necesitamos, no solo para la recuperación del bienestar económico sino para el fortalecimiento de los derechos de los ciudadanos y el establecimiento, por tanto, de criterios éticos que sean la base de la vida en comunidad. Si queremos recuperar las condiciones que posibilitan la convivencia democrática hemos de apostar por la educación y, concretamente, por la pública.

Su capacidad de integración e inclusión social hace que la educación pública sea la gran aliada de uno de los principios rectores de nuestra sociedad, un valor que nunca debemos olvidar, la igualdad de oportunidades.

Las razones son muchas. En primer lugar, asegura el tratamiento igualitario y la convivencia en libertad. En las aulas de los centros públicos de enseñanza encontramos ideologías, creencias religiosas y costumbres distintas. Personifica así el pluralismo y la tolerancia, como creación de lugares para el debate de ideas y la comprensión de posturas y creencias diversas. Su estructura así lo garantiza. Los centros públicos no responden en su funcionamiento a más ideología que la de los principios de la constitución, entre los que se encuentra el respeto a la diversidad cultural. Además los procesos de selección de sus profesores son una oposición o una bolsa de trabajo, donde los criterios ideológicos no cuentan.

Tal y como muestran los informes PISA el sistema educativo español es, después del finlandés, el que presenta mayor equidad entre los países de la OCDE.

Nos encontramos así con la segunda razón: el alumnado no se segrega. Su capacidad de integración e inclusión social hace que la educación pública sea la gran aliada de uno de los principios rectores de nuestra sociedad, un valor que nunca debemos olvidar, la igualdad de oportunidades. La lucha por la calidad en la educación pública, es la lucha por la igualdad. Tal y como muestran los informes PISA el sistema educativo español es, después del finlandés, el que presenta mayor equidad entre los países de la OCDE. La variación en resultados entre centros, explicada por la diferencia en el índice socioeconómico, es del 19,5% mientras que la media de la OCDE es de 41,7%. Además la ciudadanía percibe la escuela pública como una defensora de la justicia y, por tanto, de la igualdad, según la encuesta del CIS de marzo de 2012 cuando se pregunta quién reconoce los méritos a quien se los merece el 32,6% de la población se decanta por la pública frente al 24,9%, que lo hace por la privada. La educación privada y privada concertada no solo es segregativa con motivo de la ideología, la religión o incluso el sexo sino también según la clase social. Es deshonesto recibir dinero público para garantizar la gratuidad en la enseñanza y cobrar cuotas de entrada o mensualidades, que seleccionan al alumnado según su capacidad económica. Esto es lo que ocurre en la educación concertada tal y como denuncia la OCU según un artículo de Europa Press publicado el 8 de septiembre de 2012 “los colegios concertados exigen a los padres el pago de unas cuotas que pueden llegar a suponer un sobrecoste de hasta 1.000 euros para enseñanzas básicas que son obligatorias y en teoría, gratuitas.” Es la secuela de la contradicción en que se asienta la educación privada concertada, la educación no debería ser un negocio sino un derecho y un bien para la sociedad. Incluso Adam Smith, padre del liberalismo económico, defendía la necesidad de que algunos servicios como éste fueran tareas exclusivas del Estado. El beneficio que suponen para la comunidad hace desaconsejable su integración dentro de un mercado que no garantiza su universalidad.

La educación privada y privada concertada no solo es segregativa con motivo de la ideología, la religión o incluso el sexo sino también según la clase social.

La tercera de las razones es que la educación pública constituye, gracias a las virtudes anteriores, el instrumento más potente para la convivencia democrática. La democracia necesita ciudadanos informados y capaces de debatir y argumentar. En los últimos años una idea guía de las leyes educativas ha sido la de formar ciudadanos críticos, capaces de buscar información por sí mismos y de crearse su propia opinión. Una sociedad con ciudadanos así es una sociedad rica, participativa en política, dialogante, capaz de defender sus derechos y asumir sus deberes. La LOMCE, nueva ley de educación que se encuentra ahora mismo en la situación de anteproyecto, borra esta idea, olvida estas funciones de la educación. En su introducción da una definición oportunista de ésta en términos de utilidad económica: “La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país.” No aparece otro cometido del trabajo en las aulas. Precisamente, olvidar el valor intrínseco de la educación ha sido el error que ha llevado  a muchos alumnos a abandonar sus estudios a cambio de un puesto de trabajo fácil y bien pagado en los tiempos de bonanza para ser los primeros despedidos en los tiempos de crisis. Necesitamos una ley que dé valor a la educación por sí misma. Solo así tendremos ciudadanos bien formados para el mercado laboral pero también exigentes con los políticos, capaces e informados para ser la base de una nueva etapa democrática, tan necesaria ahora mismo.

¿Podemos compararnos con países como Alemania que hace 50 años contaba con más del 70% de titulados en secundaria superior?

Defenderé ahora la eficiencia de la educación pública. La estrategia política actual es la de desprestigiar los servicios públicos con el fin de recortar en ellos. Así se presenta el gasto en educación como un despilfarro y a sus resultados como un desastre. Se trata de justificar cualquier intervención o reforma, aunque esa reforma sea devastadora. Ni la primera premisa es verdadera ni la segunda tampoco. El gasto en educación en cada alumno es de 9.800 dólares en España según informe de este año de la OCDE, por debajo de países europeos como Suecia, Noruega, Suiza, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, etc… Por otro lado, la LOMCE se justifica en su introducción citando los malos resultados de los informes PISA y la tasa de abandono escolar del 26,5%. Hay que situar ese porcentaje y tener en cuenta un dato que extraemos del informe de la OCDE de 2011 y que nos habla del inmenso progreso en titulados en educación secundaria en los últimos 50 años: “Entre los países con un nivel de partida más modesto se encuentra España y también con el aumento más notable después de Corea: el porcentaje de población española de 55 a 64 años titulada en Educación Secundaria superior en 1997 era prácticamente del 10% y la población de 25 a 34 años titulada en esta etapa en 2009 alcanza el 64%, una mejora de más de 50 puntos porcentuales. A pesar de este enorme avance, el punto inicial tan modesto explica que la cifra española de titulados de esa edad se encuentre todavía 17 puntos porcentuales por debajo del promedio OCDE” ¿Podemos compararnos con países como Alemania que hace 50 años contaba con más del 70% de titulados en secundaria superior?

Tenemos los profesionales para conseguirlo en el futuro, capaces de lograr que los ciudadanos españoles mejoren en su formación constantemente. Solo hemos de establecer las condiciones para ello e invertir en educación. No podemos retroceder. No debemos recortar los medios para el aprendizaje de nuestros alumnos.

Sergio Gómez
 
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